César Castillo
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Ensayos y errores (2024) Ignacio Rojas Vallejo

Deseo de dirección

Ensayos y errores (2024). Dir. Ignacio Rojas Vallejo. Largometraje documental. 70 min. Digital. Color.

Hacia el final de Ensayos y errores, la voz que nos narra la película dice algo como “Después de lo que pasó, no supe como seguir grabando”. Esta película se sitúa en una zona delicada donde un gesto cómico e irónico retorna sobre nosotros mismos. En el lugar en que el director levanta una pregunta personal, me ronda en cambio una plural: ¿Qué nos ha pasado? La respuesta es precisamente eso que se empieza a detectar como intentos de orientación de lo colectivo en ciertos comportamientos del cine chileno del último tiempo.

En una reciente editorial de El agente cine escrita por Iván Pinto, dedicada a la cuestión de lo popular y lo político, se destacaba para el caso de Denominación de origen (Tomás Alzamora, 2025) y Me rompiste el corazón (Boris Quercia, 2025) la activación de un sentido de lo popular que interpela al espectador desde la conexión que genera una cercanía cómplice (que haría comprensible también su éxito en salas). Por otra parte, Un comentario de Letterboxd escrito por Charlie Velasco sobre Ensayos y errores se pregunta a su vez por la cercanía de este filme con otras películas recientes como Denominación de origen y Los People in the Dragon (2024, Pablo Greene), aunadas en la exploración de la “inherente comedia del ‘crear’ en Chile.” Pienso que efectivamente Ensayos y errores agrega una vuelta sobre este disponerse el cine como máquina de volcamiento de lo colectivo sobre nosotros mismos en distintos niveles, pero en particular en un nivel que apela a la cualidad humorística del documental. Y lo que agrega en esa vuelta es una forma de risa que hace de banda sonora a lo propio, nutrido aquí de una cierta confusión que trata de ubicarse con el tacto de lo más cercano.

En el caso de Ignacio Rojas Vallejo, director y protagonista de Ensayos y errores, aquello de lo que se agarra para orientarse es por una parte, el negocio familiar que lo acoge en su cesantía y, por otra, el cine, su vocación pero también la fuente de no poder dar con un trabajo en eso que se estudió. Graba entonces la tienda de ropa y la vida interna del local, guiándonos en ese vagabundeo cinematográfico gracias a un relato que no abusa de su presencia ni intenta darle un sentido que exceda la situación existencial del protagonista.

Vagabundear tiene como contracara encontrarse con aquellos personajes que se enfrentan a su cámara para hacerle notar que no ha tomado una decisión antes de empezar a grabar. La pregunta que le repetirán las mujeres del filme, ya sea su mamá o Celina, será, por ejemplo, si deberían mirar a la cámara o mirarlo a él. Su madre, dueña de la boutique donde encuentra este trabajo temporal, le pide en un momento que haga una sesión de fotos para publicitar la ropa de la tienda, a pesar de que él no sea fotógrafo. Cuando lo hace y le muestra el resultado, ella le critica lo equivocadas que estuvieron sus decisiones de composición.

Es una suerte de fracaso permanente en el asumir una dirección. Al tiempo que la exigencia de una dirección se plantea, cuando se responde a ella desde una inseguridad anunciada no hay otro destino que el señalamiento ejercido por los demás sobre las fallas detectadas. En este sentido nos encontramos con el negativo caracterológico de Ricardo Liaño, el promotor de boxeo y empresario chamullento que protagonizaba a principios de siglo Un hombre aparte de Bettina Perut e Iván Osnovikoff. Ricardo, a diferencia de Ignacio, se mostraba absolutamente inmune a cualquier rasgo que en la realidad, señalara lo ridículo o el fracaso anunciado de los proyectos improbables que se proponía, parado con total sobriedad sobre su método y objetivos. La risa, por lo tanto, rondaba en esos años desde un afuera del personaje, su objetivación como un espécimen particular ofrecido, en la seriedad observacional de su dispositivo, al humor posible de sus espectadores (sin dejar de cuestionar, por supuesto, la ética de esta forma de mostrar).

En cambio, Ignacio se muestra a sí mismo en el desvarío de intentar habitar ese fin después del fin que es la cesantía postuniversitaria. Si pensáramos que aquí se expresa no solo una situación vital individual sino una pregunta colectiva, la primera parte de la película estaría jugándose en algo como esto: ¿Qué somos ahora que lo que habíamos decidido para nosotros no ha logrado ser? En este caso se trata de mostrar cómo se hace sobrevivir la vocación del cine mientras se la pone al servicio de una necesidad publicitaria empalmada en la estética rubio-gimnástica de las señoras de Reñaca que llegan a buscar sus vestidos a la tienda. Una estética de la negación (de la edad, de la morenidad, del fin de los 90s) que probablemente al protagonista le resulta impropia. Su madre, que es una vendedora natural, se mueve en la tienda como si fuera una amiga de toda la vida para cada clienta, recomendando la compra exacta y la combinación más poderosa. El protagonista, en cambio, se destina a sí mismo a ser la figura en un fondo: la cámara —lo sabemos—, es también un modo de protegerse a uno mismo, de resistir en un límite que no se quiere remediar, transformarse en un actor y participar de lleno en la vida de la tienda sería entregarse a una performance incómoda y deshonesta.

La película entonces es también un pensamiento sobre estar pensando qué hacer con el deseo de hacer películas. Cuando Celina le pregunta si la toma está saliendo bien, el director le dice algo como que en realidad no sabe si está haciendo una película. Él la graba mientras ella —una actriz argentina que no puede actuar en Chile por su acento y que se ha dedicado en cambio a sacar fotografías—, revisa las fotos que le encargó su madre en una sesión con modelos para promocionar nuevamente la ropa. Celina destaca en cámara por su presencia cautivante, liberadora, espontánea, que rapidamente captura como un centro gravitacional la atención de Ignacio. El director queda atrapado por una suerte de patrón de figuras que se dibuja en el kimono que la actriz ocupa mientras pasean en una especie de prado salvaje que queda al frente de la tienda. Obviamente el director se ha enamorado, pero su voz no lo va a reconocer. En cambio, va a interpretar ese amor como si fuera un modo de encontrarse nuevamente en alguna película: la sorpresa que te encuentras en un bazar, por ejemplo, aunque a mi me resuena más a un cuento de verano.

Pero Celina destaca aún más porque trae en diálogo lo que el protagonista no logra concretar: dirección y decisión. En sus palabras se dicen cosas que dan curso posible a los planes no amarrados por el protagonista: ¿cómo formular una película?, ¿cómo fijarse en lo que está pasando alrededor?, ¿cómo preguntarse por lo que se ha presenciado para que termine de cerrarse y encuentre una explicación?

En una suerte de cita camuflada con la actriz, la miseria del protagonista encuentra como incrementarse. Miseria que en realidad es testimonio de sus desventuras escritas en tono de pregunta. Allí entonces el fondo del mar —fortalecido en unas olas llenas de vértigo— hace emerger a Celina como una actriz apresada en la peor de las tragedias: una escena que no pertenece a ningún filme. Se mueve entonces, confusa y frustrada, como la marioneta de las pseudoinstrucciones que el protagonista va sacando de su sombrero de chamullos para sostener el encuentro sin poder reconocer muy bien para qué ha decidido sostenerlo. A excepción, por supuesto, de la seguridad de querer compartir con alguien el propio desconcierto. En la cúspide de las solicitudes, Celina puede llorar y llora entonces de verdad.

¿Pero por quién lloramos entonces? ¿Lloramos por eso que pasó que nos ha dejado sin dirección clara? ¿Lloramos de verdad? Imposibilidad de llorar por imposibilidad de experimentar el llanto como otra cosa que un melodrama, quizás podríamos desprender como diagnóstico fílmico de la época. O que no hemos podido permitirnos el melodrama para salir de él y encontrar caminos que den a un sustento diferente. Llorar puede ser simplemente la consecuencia de estar riendo atravesado por la incomodida y la ansiedad. El vagabundeo de la cámara se fijará entonces en lo que nos pasó, en lo que le pasó al país el año 2019 y aquello que hemos olvidado de ese entonces, en lo que también se anunciaban las asperezas que vendrían. El peso de las estaciones es más potente para Reñaca y por ello el retorno del verano se muestra irrefrenable: las olas dibujan en su ritmo recursivo lo que se espera de un balneario, ese una vez más nada pasa. La clienta que encuentra el vestido perfecto puede ir a pasearse a la gala del Festival esplendorosa, a pesar de que el cineasta rebote en las rejas del evento y tenga que conformarse con la visión de niños jugando en los fierros que soportan las graderías.

Felizmente en ese rebotar y conformarse se encuentra aún la posibilidad de dar con algo que valga la pena: encontrarse con nadie y sus animales, compartir brevemente la esperanza de una lluvia y así tener una excusa que te permita darle la razón a quién improvisadamente alguna vez te ofreció una dirección posible para compartir.